
Capítulo 1: Manifiesto
Y estas eran las bases de mi manifiesto. Estaba aprendiendo cómo tratar correctamente con las personas, dependiendo de la situación y el entorno. Recordé que lo que más me gustaba era la literatura -la buena literatura-, la música, y el deporte.
Las instrucciones eran sencillas: crear un manifiesto que expresara todo lo que soy y todo lo que tenía que ofrecer. Y el arte era parte, pero no el todo de mí. Así que comencé a redactar, temiendo que la ejecución de la actividad se complicara.
Primero comencé con expresar una de las frases más bonitas que recordaba: “To the stars who listen, and the dream that are answered”, de Sarah J. Mass. Aunque no era muy creyente del destino, me gustaba interpretar que las estrellas eran mis capacidades y los sueños mis metas.
Relacionado con lo anterior, “Self love is the highest frequency that attracts everything you desire”. Una afirmación simple, pero acertada. Estaba aprendiendo a ser mi prioridad, por y para mí. Para lograr mi éxito personal y profesional, debía saber qué quería, cómo alcanzarlo y qué me aportaría una vez conseguido.
Y para eso debía organizarme, una de mis actividades favoritas. Me gustaba tener todo ordenado, a la vista, accesible, bajo control. Me encantaba conocer todas las herramientas que tenía en mi poder para poder emplearlas de la mejor manera posible en lograr mis objetivos.
Además, el cliché de “el saber no ocupa lugar” me quedaba como anillo al dedo. Como buena amante de la lectura, la literatura fantástica y los ensayos científicos construían mi percepción del presente y el futuro. Por supuesto, debía añadir los libros a mi manifiesto.
Me encantaba la actividad física. Amaba el deporte, sentirme libre y viva cuando cargaba mis músculos y llevaba mi cuerpo al límite. Pero el voleibol tenía algo especial. Llevaba jugándolo apenas un par de años; sin embargo, había logrado lo que ningún deporte hasta la fecha: ser parte de mi día a día, hacerme sentir feliz y sana, ayudarme a socializar y, lo más importante, enseñarme a trabajar en equipo. A liderar en la defensa, pero también a seguir el ritmo del ataque y adaptarme al ritmo de juego de mis compañeras.
Recordé que por aquel entonces había una canción que no me quitaba de la cabeza: “Hi Ren”, del propio Ren. Una melodía conducida por dos voces dentro de la cabeza del autor. Una obra de arte donde una guitarra dirigía y dos personalidades distintas dentro de un mismo cuerpo disputaban por el control. Me gustaba relacionar estas dos voces con mi verdadero yo y mis pensamientos intrusivos. Esos que no me dejaban avanzar. Esos que me frenaban y me decían que no llegaría a nada. Pero mi parte favorita era cuando mi verdadero yo les dejaba sin palabras y esas ideas autodestructivas abandonaban por completo el gran espacio que estaban ocupando. Definitivamente, amaba esa canción, al artista y todo lo que mi creativo cerebro interpretaba con sus letras.
Mi sueño siempre había sido escribir. Todos los que me rodeaban lo sabían. Comunicar, hacer sentir, transportar al mundo que yo quisiera. Tenía que añadirlo a mi manifiesto. Ese era mi súperpoder y estaba muy orgullosa de ello. Tenía talento y las herramientas; pero también tenía miedo. Nunca llegué a publicar un libro que me dejara satisfecha al cien por cien. Algún día tendría el valor de mostrar mi talento al mundo, porque lo tenía. Estaba segura.
Y, a pesar del amor propio, el amor por otros tiraba de mí como si fuera una marioneta. No me gustaba depender del amor romántico, ni de nada en general; pero era cierto que me conmovía. Me hacía sentir única. “To you I’m just a man, to me you’re all I am. What the hell am I supposed to go?”, era la mejor frase que había escuchado nunca, procedente del tema Something in the orange. Me representaba a la perfección, aunque estaba luchando cada día para que el “to me you’re all I am” cambiase de protagonista y mi corazón me perteneciese única y exclusivamente a mí.
En algún momento decidí que el lema de mi vida iba a ser “qui més t’estima, no et farà plorar”, de una canción valenciana que me encantaba. Cuando escuché el tema estaba tan perdida que lo acogí con el alma. Aunque el amor por otros me controlase en muchos momentos, mi verdadero yo -ese que tenía pensamientos intrusivos, un gran amor por el deporte y la música y una debilidad innata por la literatura- quería resurgir y controlar mi corazón. Deseaba mantener todo bajo control, como siempre me había gustado. No dejar nada al azar. Y esa era la razón principal por la que yo debía ser el remitente de mis propias cartas de amor. Yo misma debía permitir que otros me hicieran llorar y yo misma lloraría por mí cuando mi cuerpo lo suplicase.
Había aprendido mucho de mí redactando, pero, sobre todo, había quedado muy satisfecha con el resultado. Fue entonces cuando escribí el punto y final de aquel manifiesto.
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